martes, 8 de junio de 2021

hijo de puta.

Cuando era pequeño, con 7 u 8 años, no tengo buena memoria de mi niñez, debo haber tenido una de las peleas que más me afecto en la vida. Recuerdo el alboroto en la sala de clases, el ovalo de espectadores infantes, el enfrentamiento con el compañero de curso, la toletole de gritos y acusaciones  cruzadas, mofas de niños. De pronto, una oración causo silencio completo - ¡y que! si tú mamá es una puta! - arrojo mi contrincante como bomba atómica. 

Me parecían tan ajenas estas pruebas de masculinidades invocadas y fomentadas por grupos de hombres que "pretendían" enseñar con violencia los rituales populares a sus sobrinos, hijos, nietos, cualquier ser con pene. No pude hacer más que consternarme, quede petrificado. Había escuchado esa relación de palabras mil veces antes, pero nunca había tomado el peso de su significado, coincidió el momento de la riña con los primeros cuestionamientos que uno se hace respecto del entorno, había visto las mujeres y travestis que se ubicaban en Vespucio entre panamericana y gran avenida, a vender sus cuerpos y también había escuchado a los hombres mayores referirse de  forma despectiva y burlona a esas sombras con poca ropa, exposiciones que ruborizaban mis ojos. Tampoco manejaba a esos pequeños años la profundidad del tema del trabajo sexual, la imagen que tenía en mi cabeza de una puta era una mezcla entre esas dos almas perdidas del hombre pobre, el deseo y el castigo.

Sin embargo, ante la acusación hecha a mi madre, callé. Sepulcralmente, y mi enemigo al ver salir lagrimear mis ojos, tuvo palabras de consuelo. Quiero creer que sintió el peso de la acusación una vez salida de su boca, pequeños seres. Quebrantó el pacto y lo supo. Nadie se metía con las madres. Pero el daño estaba hecho, como sucede en los barrios, no hay arrepentimiento, solo hay resguardos para cuando vengan a cobrar. 

Al llegar a mi casa, no encontré a mi madre. En vez de ella estaba alguna de las señoras que se turnaban cada cierto meses en cuidarnos, según las variables tarifarias que pagaban mis padres. Nunca sabíamos bien con que encontrarnos, las mujeres más dulces que he conocido, y también las más inquebrantables. El tema es que justo en esos momento no tenía a ninguna tía confidente, como si lo tuve con posterioridad.

Mi madre, agotada, llegaba cerca de las 6 de la tarde, mi padre a las 11 regularmente. Cuando sentí la puerta de acero rechinar por el movimiento forzado que se debía hacer para entrar y salir. Antes de decir una palabra, la abrace y estallé en llanto, algo recurrente en mi forma de ser, hace unas semanas me había frustrado por no poder viajar a no recuerdo donde, por tener un problema dental, me había acostumbrado a echar cuerpo afuera mis cosas. Entre sollozos y mientras me sonaba, recuerdo preguntarle si es que ella era puta. Antes de responderme y automáticamente para mi sorpresa, partió diciéndome que no era malo tampoco ser puta. Como si hubiese sabido de siempre que ya no era un cuestionamiento de infante el que me embargaba, sino que tenía que ver con ese mundo en el cual estaba empezando a vivir y que me enviaba miles de mensajes. Acto seguido me dijo - Pero no, no soy puta, soy profesora, hijo -. declaro para terminar así cualquier duda respecto de los cuestionamientos vertidos en su contra. Lo que sucedió a continuación fue, eso que yo llamó, enseñar. 

Hijo - dijo con su dulzura característica- recuerda esto. En la vida te van a decir muchas cosas, algunas de ellas serán ciertas, otras serán falsas, lo importante es lo que tomas tú de ellas. - Sí es cierto lo que te dicen, tómalo con orgullo o con pena, pero no lo dejes, no lo guardes, asúmelo. Sí es falso, que ni siquiera te toque, esquívalo, que resbalen esas palabras por ti y que te den la entereza de la dignidad.

Porque hijo, si yo hubiese debido o querido ser puta, no habría nada malo en mi con ello.


    

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